El Cuarto Poder Conservador: La Nostalgia por la Tutela
México es una nación que, en su fuero interno, desconfía de la libertad que pregona.
Bajo la arquitectura de mármol de nuestras instituciones republicanas —ese diseño ilustrado de tres poderes que se vigilan y equilibran— late un corazón que siempre añora el orden de la vara y el trono.
Desde que el Primer Imperio se desmoronó entre traiciones y polvaredas, el país ha vivido atrapado en una paradoja trágica: nuestra ley dice "democracia", pero nuestro instinto social clama "tutela".
Para el Estado mexicano, el equilibrio de poderes no ha sido un mecanismo de justicia, sino una invitación al caos; una parálisis que solo parece resolverse cuando emerge una figura situada por encima de la política ordinaria.
Es el fantasma del Supremo Poder Conservador, una innovación decimonónica que, aunque oficialmente enterrada, regresa cíclicamente bajo nuevas máscaras para "aceitar" una maquinaria nacional que se niega a funcionar sola.
No es una anomalía; es la realidad de nuestro sistema operativo secreto.
En el siglo XIX, tras el fracaso del primer experimento federalista, México se hundió en una ingobernabilidad que amenazaba su existencia misma. La respuesta de las élites no fue fortalecer a los jueces o al legislativo, sino crear un "super-árbitro". Nuestros abuelos prefiguraron los maximatos.
En 1836, las Siete Leyes introdujeron el Supremo Poder Conservador, un órgano de cinco notables con la facultad de: anular leyes, destituir presidentes y silenciar tribunales en nombre de la "estabilidad".
Eso hicieron Santa Anna y Calles.
Este Poder Conservador, tan insultado por la 4T, no legislaba ni gobernaba, pero su sola presencia recordaba que los otros tres poderes eran menores de edad, siempre bajo sospecha de incompetencia o corrupción. Fue la institucionalización de la desconfianza.
En este escenario, la figura de Santa Anna funcionó como el tutor de Gómez Farías.
Santa Anna perfeccionó el arte de la ausencia estratégica: dejaba que Gómez Farías intentara sus reformas liberales, observando desde su hacienda en Manga de Clavo cómo el país se convulsionaba.
Cuando el caos llegaba al límite, Santa Anna regresaba para "salvar" a la patria del desorden que él mismo había permitido, actuando como el guardián que corregía el rumbo de un país que no sabía mandarse solo.
Esta dinámica de tutela entre Santa Anna y Gómez Farías revela la raíz de nuestra patología política: el desprecio por el proceso legal frente a la necesidad de un "padre" que ponga orden. El árbitro no buscaba aplicar la ley, sino administrar el conflicto en su provecho.
Casi un siglo después, tras el baño de sangre de la Revolución, el vacío de un árbitro supremo volvió a manifestarse. Plutarco Elías Calles comprendió que el orden no vendría de la recién estrenada Constitución de 1917, sino de una estructura extralegal que disciplinara a los caudillos.
El Maximato fue, en esencia, la resurrección del Poder Conservador en el siglo XX, pero transformado en partido político (el PNR).
Calles operó como el "Gran Elector" y el "Gran Árbitro" desde su sofá en su residencia de Anzures, CdMx. No necesitaba el cargo de presidente para: anular leyes, destituir presidentes y silenciar tribunales en nombre de la "estabilidad".
Al igual que el órgano de 1836, Calles era el fiel de la balanza que impedía que el país se desmoronara en caudillismos regionales. Si un presidente se desviaba de la ortodoxia de la Revolución, el Jefe Máximo intervenía.
La estabilidad del México moderno no se fundó en el respeto a la ley, sino en la sumisión a un poder moderador que estaba fuera del alcance de las urnas y los juzgados. Era el temor a un balazo.
En la era contemporánea, la tesis cobra una vigencia inquietante. El estilo personal de gobernar de López Obrador puede leerse como una versión modernizada de este poder moderador.
Ya no se trata de una ley escrita como en 1836, o de un control férreo del aparato partidista como con Calles, sino de la superioridad moral ejercida desde el púlpito cotidiano.
Cuando el Ejecutivo Amlo/Sheinbaum apela a una justicia que está "por encima de la ley" o utiliza las conferencias matutinas como un tribunal para calificar el actuar de jueces y legisladores, está ejerciendo, de facto, las funciones de un decimonónico Supremo Poder Conservador.
Es la figura del líder que se sitúa en un plano trascendental para "corregir" a las instituciones que considera desviadas o "al servicio de intereses oscuros".
Al igual que sus antecesores, esta figura actual no se ve a sí misma como una parte del Estado, sino como el guardián del Estado. La "mañanera" no es una rueda de prensa; es la sede de un cuarto poder que absuelve y condena, que interpreta la voluntad popular para anular, simbólica o políticamente, las decisiones de los otros poderes que no se alinean con la "transformación".
La recurrencia de estas figuras —el Poder Conservador en el siglo XIX, el Jefe Máximo en el siglo XX, el Líder Moral en el siglo XXI— sugiere una conclusión incómoda: México tiene un apetito de orden y tutela que la estructura republicana tradicional no logra saciar.
La debilidad histórica del Estado de Derecho ha generado un vacío que el ciudadano mexicano llena con la esperanza de un salvador. Salvadores fueron Hitler, Fujimori, Pinochet, Mussolini.
Preferimos el arbitraje personal de un hombre fuerte a la fría e impersonal aplicación de la ley. Los organismos autónomos que nacieron en la transición democrática (como el INE o el INAI) intentaron ocupar ese lugar de "árbitro", pero su lenguaje técnico y su falta de carisma los alejaron de una sociedad que no busca expertos, sino protectores.
El riesgo, sin embargo, sigue siendo el mismo que en el siglo XIX: que en el afán de conservar el orden a través de un poder supremo, se termine por asfixiar la libertad.
El Supremo Poder Conservador de 1836 terminó en la pérdida de la mitad del territorio; el Maximato de Calles en el autoritarismo de un partido único.
En México, la figura del árbitro supremo no es una anomalía, sino una necesidad cíclica ante la fragilidad de nuestra convivencia civil. Mientras el cumplimiento de la ley sea visto como una opción y no como una obligación, seguiremos invocando al fantasma del Supremo Poder Conservador de nuestros tatarabuelos.
Hoy, como hace dos siglos, la pregunta sigue en el aire: ¿Seremos capaces alguna vez de gobernarnos bajo la sobriedad de las leyes, o seguiremos buscando en el horizonte al próximo tutor que nos salve de nuestra propia incapacidad de ser ciudadanos libres?
La nostalgia por el guardián es, en última instancia, el reconocimiento de nuestra propia minoría de edad en los asuntos políticos.
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