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Lo de ayer, 1972, es lo de hoy. Por décadas creímos que el discurso político mexicano había dejado atrás sus fantasmas más ruidosos.
Palabras como “fascismo”, que alguna vez sirvieron para apuntalar al poder, parecían destinadas a las notas al pie del echeverrismo, ese periodo en el que la retórica progresista convivía con una maquinaria estatal que reprimía, asimilaba o neutralizaba a quien osara quitarle al presidente la última palabra. Sin embargo, la historia insiste en recordarnos que ciertos reflejos nunca mueren: solo duermen. Y cuando el clima político se vuelve propicio, reaparecen.
En semanas recientes, figuras centrales del oficialismo —el senador Adán Augusto López Hernández y el diputado Ricardo Monreal Ávila entre ellos— han recurrido a un vocabulario que muchos creíamos jubilado. Acusar de “fascistas” a opositores, medios críticos o voces disidentes se ha vuelto un recurso rápido, eficaz en lo inmediato y empobrecedor a largo plazo.
No sorprende que lo utilicen políticos que conocen bien las reglas del juego, pero sí llama la atención la facilidad con la que este lenguaje se desliza nuevamente hacia el centro del debate público.
Ese contraste vuelve más evidente la paradoja: mientras la titular del Ejecutivo debería enviar señales de institucionalidad, algunos de sus aliados usan un lenguaje propio de otros tiempos. ¿Iniciativa personal? ¿Celosa defensa del proyecto? ¿Recurso de cálculo interno? Quizá un poco de todo.
Lo cierto es que la escena remite, inevitablemente, a los años setenta. Aquel momento en el que el presidente Luis Echeverría Álvarez, enfrentado a la desconfianza de sectores empresariales, estudiantiles e intelectuales, decidió que el país debía elegir entre él y un enemigo absoluto: el “fascismo”.
La frase cobró forma en labios de dos figuras prominentes de la cultura mexicana: Fernando Benítez y Carlos Fuentes, quienes advirtieron públicamente que, si el proyecto echeverrista fracasaba, el país caería en manos fascistas. Era una defensa sincera, pero también temerosa: para muchos intelectuales, apoyar al gobierno era apostar por el “mal menor”.
El problema fue que ese dilema no era real. En un país sin partidos fascistas organizados y con una derecha diversa pero institucional, la palabra funcionó como lo que era: un arma retórica destinada a cerrar filas y descalificar a quien cuestionara al presidente. No se trataba de describir un fenómeno ideológico, sino de delimitar un campo moral. O estabas con el presidente, o estabas con los fascistas. O eras parte del proyecto, o del peligro.
Esa misma lógica reaparece ahora, aunque bajo condiciones muy distintas. En lo politico México de 2025 es el México de 1973. Hoy no hay un presidencialismo omnipotente o un sistema de partido (casi) único pero todo indica vamos hacia allá.
La prensa, aunque bajo tensiones, opera con mayor libertad que en el pasado. Y la oposición, con todas sus limitaciones, es plural. Lo paradójico es que, pese a esos cambios estructurales, la tentación de simplificar la política mediante dicotomías se mantiene intacta.
Decir que un adversario político es “fascista” es, en el México actual, una forma de saltarse el debate. Es convertir en amenaza absoluta lo que, en la realidad, suele ser un desacuerdo más prosaico: propuestas distintas, críticas al desempeño gubernamental, diferencias estratégicas o pugnas internas dentro del propio movimiento gobernante. Al etiquetar como “fascista” al que cuestiona, se le retira legitimidad de origen; se le coloca fuera del marco democrático. La discusión deja de ser sobre ideas y se vuelve sobre identidades: “ellos” y “nosotros”.
Ese tipo de discurso no solo empobrece la política; también distorsiona la historia. El fascismo es un fenómeno perfectamente definido: un proyecto totalitario, expansionista, antipluralista y basado en la violencia como principio organizador del Estado. Tomar ese término y aplicarlo a opositores institucionales —por más estridentes o conservadores que sean— solo contribuye a diluir su significado. Y cuando una palabra pierde significado, también pierde la capacidad de nombrar aquello que realmente deberíamos temer.
Aquí es donde la comparación con el echeverrismo cobra peso. En los setenta, el uso del término “fascismo” ocultó contradicciones profundas del régimen. Presentar al presidente como muralla moral permitía ignorar otras verdades incómodas: la represión del 10 de junio, el espionaje sistemático, la censura encubierta, la persecución a movimientos sociales.
Hoy no vivimos en un entorno comparable pero hay equivalencias. Esto implica que la retórica polarización tiene consecuencias. Cuando se normaliza el lenguaje extremo, los matices desaparecen, y con ellos la posibilidad de crítica razonada.
También vale preguntarse qué revela esta coincidencia histórica. ¿Por qué el poder recurre al mismo repertorio que hace medio siglo? Una respuesta posible es la precariedad del consenso. Echeverría necesitaba forjar legitimidad después de 1968 y 1971; hoy, ciertos actores dentro del oficialismo sienten que deben blindar a la presidenta ante cuestionamientos internos o externos.
En ambos casos, se recurre al dilema moral porque es más sencillo que sostener un diálogo plural. Funciona como una especie de “reflejo presidencialista”: cuando se percibe amenaza, se invoca al fascismo.
Sheinbaum ha mostrado también un talante propenso a la polarización. Lo que en los setenta emanaba desde la cúspide del poder, ahora tiene el mismo origen. Eso agrava el fenómeno; la agrava, porque indica que parte del movimiento gobernante confunde lealtad con linchamiento discursivo.
Los paralelismos, entonces, equiparan contextos, señalan una constante: en México, cada vez que el poder se siente interpelado, resucita vocabularios destinados a cerrar el debate. Y cuando eso ocurre, la historia —que no se repite, pero sí rima— nos recuerda que la democracia no solo se erosiona con leyes, sino también con palabras.
La lección es sencilla, aunque cuesta asumirla: si llamamos “fascista” a todo lo que nos incomoda, el día que enfrentemos algo realmente cercano a ese fenómeno careceremos del lenguaje para advertirlo. Quizá por eso conviene mirar hacia los setenta no para repetir sus dilemas, sino para evitar sus errores. Porque si la historia tiene un sentido, es el de advertirnos cuando el discurso empieza a sonar demasiado familiar.
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[WVM]
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